Agencia Andes 11/10/2015
Ecuador es el país más alto de la zona tórrida del planeta tierra. Sobre su capital cae, a medio día, el flujo solar más intenso y perpendicular, por lo que el calor es casi inevitable y los niveles de radiación se elevan a puntos máximos con facilidad, pero son contrarrestados por el frío de las nieves eternas de la cadena montañosa que atraviesa de norte a sur el país sudamericano.
Esa especial configuración geográfica que mezcla calores y fríos extremos, crea espacios únicos con posibilidades de vida increíbles. Los glaciares de las montañas se derriten ante la caricia del sol de la mitad del mundo para derramarse en riachuelos que recorren largos trechos desde las cumbres hasta las hermosas costas marinas ecuatorianas.
El agua que desciende de los páramos es la culpable de los ecosistemas de la ruta.
En su trayecto, cada río genera vidas paralelas de tantos colores como las combinaciones de suelos lo permitan: a mayor altura la superficie es más rocosa, allí las chuquiraguas reinan y los páramos les rinden pleitesía.
A media altura dominan los bosques, los humedales cobijan de neblina los rincones sombreados, y desde charcos y pantanos surgen árboles que han dedicado largas temporadas a crecer y dar guarida a tantos seres como puedan acomodarse entre sus ramas.
En las orillas, los ríos arenosos permiten nacimientos de arbustos espinosos, pajonales, pastizales y flores silvestres que presumen intensas policromías donde habitan insectos.
Entre esos paisajes está una ruta escondida de la que pocos han escuchado, ideal para parapentistas, mochileros, caminantes extremos, aventureros senderistas que soñaron con perderse en la inconmensurabilidad de alguna selva, naturalistas amantes de los vientos inodoros, de las aguas cristalinas, de los verdes jurásicos.
La ruta es ideal para senderistas, investigadores, estudiantes y aventureros.
Aquella ruta conecta dos puntos que poca gente sabe que pueden unirse, dos puntos turísticos que presumen, cada uno, particularidades únicas con sus floras y sus faunas, sus alturas y sus climas: Lloa, al sur de Quito, y Mindo, al noroccidente.
Lloa es una parroquia ganadera, ubicada en su mayoría sobre una loma que queda al sur occidente de la capital ecuatoriana. Son 54.725 kilómetros cuadrados que descienden desde los 4.675 hasta los 1.800 metros de altura sobre el nivel del mar entre los que se desarrollan varios pisos climáticos.
Del otro lado está Mindo, parroquia del cantón San Miguel de Los Bancos, de la cual los turistas están enamorados por la riqueza hídrica y paisajística que posee entre sus 1.250 metros sobre el nivel del mar, a los que acompaña, casi todo el año, una temperatura húmeda que oscila entre 15 °C y 24 °C.
La biodiversidad que abunda en la ruta es privilegiada para científicos naturalistas.
La ruta que junta a estas dos reliquias turísticas cruza por detrás de uno de los volcanes más importantes de Quito, el Pichincha, y es un paraíso para ornitólogos, entomólogos, agrónomos, ecologistas y viajeros.
El descenso comienza en una vía de herradura que baja desde Lloa por un sendero conocido como la ruta de Urauco, en donde hay piscinas de aguas termales, sitios de pesca deportiva y cabalgatas guiadas, hasta desembocar en la orilla del río Blanco, cuyo nombre contrasta con el color verdoso de sus aguas cargadas de azufre y sobre el que hay que atravesar caminando en equilibrio por un tronco de árbol improvisado como puente.
A lo largo del trayecto, los ríos son atravesados por puentes improvisados con troncos de árboles tumbados por los lugareños.
Ese puente también lo usan a diario los lugareños que trabajan en las canteras cercanas, de las que se extrae piedra de ripio y arena.
La segunda parte del sendero, luego de atravesar el puente, se sumerge en un bosque refrescante de sombras entre las que se cuelan tenues rayos de sol. Por allí hay unas pocas casas de agricultores y hay animales. Con suerte se observan venados, con atención se observan arañas fosforescentes e insectos extraordinarios, con paciencia se observan águilas, tucanes, colibríes y gavilanes.
Al fin del bosque, el sendero cae sobre la orilla del río Cristal, un tanto caudaloso y agitado por grandes rocas sobre las que hay que deslizarse en una tarabita que desborda de adrenalina a quienes la usan para llegar al nuevo sendero que chocará pronto con el río Mindo, el más grande del trayecto y el más musical.
Los campistas pueden disfrutar de magníficas noches a la luz de las estrellas.
Con ese canto de río se avanza, aproximadamente a media hora de trayecto, hasta el primer punto de descanso. Hay grandes extensiones de suelo que pueden brindar cómodos campamentos: hay leña para fuego, agua limpia y una vista impresionante de la parte posterior del volcán Guagua Pichincha, que custodia a Quito por su franja occidental.
El último tramo de la ruta comienza con un ascenso perpendicular por una pared natural de roca lisa en la que algún comedido escalador ha dejado ya instalada una cuerda de soporte. A partir de ahí, el sendero continúa hasta llegar al puente del río Mindo, construido con madera y que conecta con el último camino carrozable hasta el pueblo homónimo, donde se puede disfrutar de una variada gastronomía y sitios de descanso.
Al final de la ruta se habrán recorrido cerca de 60 kilómetros, un destino perfecto para hacerlo en familia.
Quien recorra esa ruta habrá caminado cerca de 60 kilómetros en aproximadamente 20 horas a paso tranquilo y con descansos. Es una ruta imperdible para los amantes de la naturaleza, de noches estrelladas y fogatas al aire libre; perfecta en temporadas de descanso.